En medio de una plaza llena de árboles y bancas de hierro se encuentra el kisoco morisco de Santa María la Ribera. El lugar está lleno de vida: se escucha el murmullo de los adultos y las risas de los niños, quienes corren de un lado al otro dentro del espacio delimitado por las calles Manuel Carpio al norte, Jaime Torres Bodet al poniente, Dr. Átl al oriente y Salvador Díaz Mirón al sur.
El kiosco se erige en el centro de la plazuela, haciendo gala de sus aproximadamente 130 años de existencia. Sus escaleras rojas parecen frágiles y a punto de sucumbir debido al peso de cuatro personas. La fachada se engalana con el símbolo mexicano por excelencia: el águila devorando una serpiente. Dentro, se extiende un ejemplo del arte mudéjar en México: una superficie octagonal recubierta de madera sin barnizar que suena al caminar sobre ella, decorada con motivos de colores rojo y azul que se entrelazan para adornar los arcos.
El kiosco se erige en el centro de la plazuela, haciendo gala de sus aproximadamente 130 años de existencia. Sus escaleras rojas parecen frágiles y a punto de sucumbir debido al peso de cuatro personas. La fachada se engalana con el símbolo mexicano por excelencia: el águila devorando una serpiente. Dentro, se extiende un ejemplo del arte mudéjar en México: una superficie octagonal recubierta de madera sin barnizar que suena al caminar sobre ella, decorada con motivos de colores rojo y azul que se entrelazan para adornar los arcos.
Sentada en el centro del kiosco, se encuentra una pareja de enamorados; la vida pasa sin alterarlos. Sobre ellos luce la cúpula de hierro con cristales ennegrecidos por el polvo, coronados por un águila de bronce en el exterior. Probablemente estas piezas fueron fundidas en Pittsburgh, en hornos de Andrew Carnegie, quien mantenía amistad con el diseñador del kiosco, el ingeniero José Ramón Ibarrola.
En 1884 se construyó el kiosco morisco y se trasladó a Nueva Orléans para fungir como pabellón de México en la Exposición Universal. Ahí permaneció hasta 1885. Posteriormente, en 1902, se llevó a la Feria de San Luis Missouri, tras lo cual volvió a México para ser colocado al sur de la Alameda Central de la Ciudad de México, en el lugar que más tarde ocuparía el Hemiciclo a Juárez.
Fue en 1908 cuando el kiosco morisco llegó a Santa María la Ribera para dar vida a la colonia. Actualmente se ostenta como una especie de estrella alrededor de la cual orbita una sistema de comercios, restaurantes y personas sumergidas en un ambiente tranquilo, familiar.
Decenas de niños juegan rodeando la base del kiosco. Un par de ellos tienen patines del diablo y otros juegan fútbol con un balón, mientras que algunos más juegan acompañados de sus padres. Las escenas ocurren frente a la cenefa de azulejos blanquiazules que fue grafiteada en algún momento con rayones azules que no desentonan del todo, pues entran en la gama de colores que decoran el kiosco.
Desde la plaza se observa una pareja de niños jugando en el interior del kiosco morisco. El barandal azul deja ver sus pequeños pies en un inquietante vaivén. Abajo, una niña posa para la cámara de su hermana: “apúrate, tómame la foto”.
La pacífica atmósfera que envuelve la Alameda de Santa María la Ribera se desvanece al cruzar Dr. Átl e ir más allá del restaurante ruso Kolobok —por Salvador Díaz Mirón— hacia Insurgentes Norte, donde se hace presente el bullicio de la Ciudad de México provocado, principalmente, por los autos.
Ahí se desdibuja la presencia del kiosco morisco, un lugar que atrae personas en búsqueda de momentos tranquilos para un domingo por la tarde: familias en búsqueda de comida yucateca, tacos o antojitos, parejas de jóvenes enamorados que se dedican a demostrar su amor con cálidos besos y personas solitarias que se sientan sólo a ver la vida pasar.
Fotos por Cristina Pérez
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